martes

El cuerpo enemigo/ El cuerpo perfecto


El cuerpo enemigo,
crece en su forma intransigente,
el campo abierto de batalla,
no consigna tregua alguna,
y los pájaros negros sobrevuelan,
la piel de los árboles,
la sangre del río,
la mueca febril de la luna,
sobre las manos fortuitas,
sobre la causa y su efecto indeseado,
los huesos, las piedras, la fauna secreta,
la vista en el cíclope de la derrota asumida.

El cuerpo perfecto,
y su duelo de impúber ausencia,
la forma de aquello que falta,
peces flotando que encienden la noche,
en sus alas montadas sobre sombras calientes,
de un verano arrancado a cortezas ardiendo,
y el corazón del océano que late en la boca,
como el cuerno cautivo que clama,
el hierro esencial que penetra la tierra,
donde el recuerdo ha sangrado su origen,
y enrojecido la voz de los héroes pasados.

Aun así,
el cuerpo enemigo, 
el cuerpo perfecto.
el cencerro estridente,
un amor primordial,
gemido en números blancos,
las hortensias llameando,
el eucalipto tendido en la ribera del fuego,
los muslos quemados por la lujuria del cauce,
de una pierna morada,
de un pulmón galopante.

No hay más que
los dientes erectos,
la bestia en la cueva,
su orilla infinita,
y la arena que teje hocicos y vasos,
tabacos y puentes de carne,
espasmos en la columna del tiempo,
ventanas feroces.


jueves

Desapariciones acostumbradas

Otra costumbre recurrente que sin miramiento alguno suele asediar la sucesión de horas, días, lugares, nombres, objetos y arquetipos que trazan las formas de este precipitado devenir es,  sin duda, la desaparición. En cualquier caso, de un momento a otro, vagamente, eso/esto/aquello está aquí, y luego no. Sería tautológico aplicar la expresión: ¿así, de repente?, o ¿cómo si nada, ayer A, hoy –A? Por supuesto, la principal propiedad del rito de la desaparición es consumarse sin mediación, sin un estricto proceso más que el propio hecho de suceder, o en tal caso, haber sucedido. La sustancia que ya no lo es. El rostro que abandona el rostro. La unidad alguna vez incorporada como permanente, conocida en profundidad, amada y rebalsada, pasa a ser, o mejor dicho, deja de ser, a fin de simular un silencio vacante, un hueco en el río de una sombra, un exilio de nociones familiares, tactos, envases, y restos de aire derramándose por la borda.
Ha desaparecido. No cambió. No huyó ni se ha perdido, marchitado, adulterado. Es así. No hay vuelta que darle. De todos modos, me permito introducir cierto matiz en el carácter drástico de este fenómeno: doy cuenta de que es posible notar, en algún punto previo de la línea, allí donde el registro se agudiza y el hilo se tensa, la diáspora en la que comenzaron a difuminarse los bordes, el repliegue de los contornos hacia el blanco de la nada, hacia una turbia visión de aquello que dejaría de arremeter con su presencia, con su cauce de bólido insistente, rojo y aéreo, para ya no estar, para prestarse íntegro a la costumbre, amamantarse en el pecho del abandono, dormir en el silente espectro de los recuerdos y bajo el vapor de la nostalgia. Claro que sí, para desaparecer, y seguir haciéndolo y haciéndolo y haciéndolo.

domingo

Tal vez sábado

Es sábado. Tal vez no. Y resulta que me he extraviado. En algún vértice de segundos y rincones azules, de espasmos musculares y anillos de ultramar. Entre el jueves, la autopista hacia el norte y las equívocas instituciones de los relojes, la métrica de los símbolos, las riberas de la infancia y las máquinas de cal. Alguna vez, las orillas repletas de balbuceos aterciopelados y los dedos sangrando como amantes, bestias resplandecientes y campos de amapolas incendiadas, certeros disparos de placer en el fondo de la carne, sopa humeante, sólo huesos recostándose en mis huesos como un cuerpo atravesado sin fronteras. Sábado. Probablemente. O domingo transitado por chaparrones que marean y arcos de tabaco, puentes que establecen una construcción de contacto, una insinuación de vasta arquitectura entre el vacío y la piel, anestesia y hambre, por momentos satisfecho, y otras veces, como vidrio creciendo en la retina de la boca, en el labio húmedo de los ojos que se acechan vaciándose el oxígeno, en secreta simetría. Y quiero respirar, torcer el cauce de las luces y el cemento, para luego verlos desbordar, llenarme el estómago de minutos como el sol y de veredas sin contexto. Sábado. Es así. Seguramente. Me he perdido. En un hueco oculto de la madrugada, detrás de toda cifra y algoritmo, sin ánimo de atestiguar contra palabras un escenario pretendido, y digo sábado de nuevo, martes, viernes, surco abierto y alas como párpados que tiemblan, fruta dulce madurando bajo sombras peculiares, tensión líquida de goces silenciosos. Repito. Sábado. O todas las sonrisas que le siguen.

martes

El Otro

El otro. En cada hilo de voz que designa y se repite, en cada fragmento de espacio repleto de íconos y sombras, en cada mineral, periferia, sustancia, en cada partícula de tiempo, el otro. Dije alguna vez haber visto allí el cuerpo enemigo, la imagen duplicada de aquello que no es, no está, trama de ensueños y metales ardiendo, el lobo entre la niebla, los dientes de fuego, el cliché, pero salvo cuando… y excepto… en el preciso momento del desdoble, de la partición del oxígeno, el músculo y la luz… y de imprevisto, precipitándose, la percepción anónima, el espectro de la propia ausencia proyectada, el otro… Con frecuencia me he preguntado, también, sin alcanzar una respuesta irreductible, si el límite no es acaso tan sólo aparente. Si el confín de la forma es tal, y luego le sobreviene la forma siguiente, consecuente en color, favorable en definición y estructura, sobre un punto dado, en un instante específico; o tal vez, por el contrario, los puntos se cierran sobre ellos mismos, la parte iguala al todo, los instantes se pliegan y repliegan, se resume la trama de la noción y la acción, y allí donde se presumía una frontera, un quiebre hacia… un contacto con… reside, verdaderamente, la perpetua unión de representación y figura, de esto y aquello, del espejo y su fantasma, de la carne y su herida, de un rostro en pausa y su eterna contemplación… por qué no, también, de quien escribe y el otro.

jueves

De coincidencias y costumbres

Para empezar, es común enamorarse. O bien, suponer estarlo, intuirlo, tal vez ser partícipe de un sutil encantamiento… Dejando de lado caprichos semánticos: un evento de naturaleza ordinaria. Proclive a suceder en un tren andando, sobre una cadena montañosa cubierta de nieve y lunas llenas, dentro de un salón de máscaras y aires acondicionados, o en una terraza a cielo abierto por donde se derramará el verano; de todos modos, un acontecimiento propenso a reproducirse en vigilias de ultratumba, en amaneceres rayados por el sol y la victoria, detrás de persianas que se abren y se cierran, en un cruce de autopistas y estaciones de servicio, en la espuma del café que ha rebalsado y nos reímos, nos miramos, y hasta en cajas de zapatos, por qué no. Un hecho trivial, por supuesto, saturado de rutina, cigarrillos, crepúsculos y lenguas amordazadas, multiplicándose durante los siglos de los siglos, de las caras y las manos, con los dedos entrelazados, bajo el perfume de una melodía y sus recuerdos impermeables, desde las bocas que tienden a suplirse, y más allá del fuego de arquetipos. Un evento recurrente en el rubor de las mejillas, en el ritmo de las panzas, en las caderas acuosas del amante, en la marea atizada por el fervor de lo inconcluso, de lo que tenderá a su falta o complemento; por cierto, esa fruta brillante en los dientes que apuntan al cuello, en las miradas que huyen por los párpados, resbalan por los brazos y luego caen al suelo. No procede ninguna novedad, desacato o rebelión, en aquella búsqueda atávica de incendiar los pies junto a los pies, de trabar la puerta y quemar suspiros. Simplemente, ha de instaurarse como una sucesión de coincidencias que suelen derivar de la persistencia por nacer y morir; que así brota de la tierra y de los huesos, que se refina desde modales, tramas y símbolos intrépidos, pero que, sin duda, salta y escupe, infla los ojos, las narices, y rompe nuestras formas y colores, para luego rearmar las estructuras, una y mil veces, olvidando algún detalle, o agregando tres o cuatro, dándonos la oportunidad de encontrarnos sorprendidos, conjugarnos como cándidos ejecutantes de una misión allí elevada, batallando entre azoteas y panteones, comiéndonos las uñas, jugando a la escondida, al policía y al ladrón, a la rayuela, convencidos de que hay leyes que están para quebrarse, cavilaciones y heridas sobre guerras antiguas y cuerpos infinitos, un pasaje al otro cielo, sonrisas nebulosas y lágrimas soleadas, que se apagan, se prenden, pero siempre confundidos, sin saberlo así mareados, desnudos sobre el cadalso de las sombras y las flores, insertos en el corazón de la paradoja: que no hay salida, que nunca hubo, que no es un juego, pero es tan fácil.

viernes

Las formas del mundo

Así como querer explicar la cuadratura del círculo. La tentativa de introducir la fracción triangular en el espacio redondo, de juguete, insignificante, pero de infinitas opciones canceladas, de formas sabiendo de formas. Al igual que el puzzle que pareciera no alcanzar a completar sus propias piezas, repitiéndose así mismo en la falta constante, como al conjugar las partes, otros fragmentos desaparecen de la mesa, del aire, del cuerpo, como si nunca hubieran estado allí, y más bien habrán de componerse en otro planeta, donde no haya lógica aparente que determine el sentido de las cifras o la correlación de significantes, ni reglas que imperen para que dos líneas paralelas no amenacen súbitamente con cruzarse, con romperse en un choque de imposibles, de luces que se encienden cuando todo se ha apagado, donde aquello que era oscuro se nos abre como un surco en la retina, y el mundo que hemos visto, de repente, ya no sirve ni siquiera para establecer los mapas o regular despertadores… 

jueves

Insinuaciones

Hay por acá una sustancia inasible, vaporosa, flotante entre el plástico y la madera, entre las sillas y los estantes, entre la yema de los dedos, los zapatos y las voces que interfieren el espacio, que bla y que bla. Hay aquí meciéndose en la porosidad del aire, una forma sin materia explícita, una especie de… algún tipo de insinuación que… y así podría seguir, perpetuarme hasta el principio del final del principio, dejándome constituir por esto que no… abundando entre la irresolución y el no poder pronunciar, ni conocer… entendiendo que la vedada popa, o el destello más allá al final, o el semi piso de la escalerilla que lleva a… nos deja en… meras conjeturas… saltos al vacío…y así sorberé el café, firmaré un papel, pudiéndome extraviar, fingiendo con cerrar… abrir… salir… intentando en vano concentrar y amontonar, fijar en un segundo contra el blanco de la luz, el nombre que no hay, la cosa que no es… todo lo que no sé, y muero por morder…

viernes

Desaparición (en ocho pasos)

I

Ahora, recorto mis bordes, mi forma, aquí, me defino, pero sólo porque ya he desaparecido, y este hueco que queda es mi nombre...

II

Ya no hay nada. Nada que decir, hacer, nada donde ir, gritar, morir. Nada está aquí, allá, adentro, o afuera. Nada despierta, duerme, suscita el clamor salvaje, la cosa misma, la sangre del sueño, y nada más que el hueco azul y negro, el agujero incierto, el Incendio blanco, no soy aquí, ni allá, ahora, nunca más, nada hay, no ya.

III

La casa sobraba. Le cabían cualquier cantidad de espacios vacíos. Dos gatos negros. El sin fin del océano abriendo ventanas. Mil peces dentro de una sonrisa. Las mil y una noches. Las sombras y los ecos del acierto y del fallo. La luz de las blancas esferas que el sol colgaba en el techo. La inmensidad de planetas. Le cabían los dioses, los monstruos, la sangría de los cuerpos y el Minotauro de plomo; la costilla partida y la lengua de Eva. La casa sobraba. Nosotros faltábamos. Todas las horas. Todos los rincones. Faltábamos.

IV

El incendio creció del Sur, de la tierra del corazón, embistió como un cuerno de fuego contra las formas, los moldes, contra el yeso blando de las estructuras…
Y ahora, iremos saltando por los techos, a buscar nuevos hogares, llenar cuartos vacíos; a través de estas horas desiertas, con el espanto en la boca y la fiebre en los dedos.

V

Y la luz partió la sombra de un suspiro. Como la ciudad quiebra el espacio, entre el suspiro y la luz. Allí mi sombra...

VI

La deficiencia del tiempo para no quedarse aquí, para no ceder las horas, los minutos, los segundos a la buena voluntad, al afán por el objeto infinito, heterotópico, donde nada es aquí, nada es ahora; tampoco allí, tampoco mañana. Como en el preciso instante antes de dormirse, la señora mayor a instancias de Borges, sobre espacios de Bradbury, bajo ritmos de Gilmour, en el lienzo de Pollock y acelerando las crónicas de todos los planetas que giran a todas las luces todas las alarmas sonando y las celebraciones en la fiebre del aire y los años nuevos vencidos por venir y el amor en los pulmones de las frutas, las rodillas que brotan de la tierra , las narices colgando de los besos y las orejas verdes azules las olas y los estallidos en los vientres, la vuelta a la calesita, a la casa, la radio encendida en un portafolio puntual las manos del padre bien abiertos los ojos de la madre, todo junto, se enchufa, se rompe, se cae, salta, patalea el trueno, el embrión, los aeropuertos partidos por un rayo en una lágrima y el tiempo que no se queda aquí, ni allá, más bien informa, notifica, su tragedia, su pasaporte invencible hacia la piedra en la piedra.

VII

No existe mecanismo para librarse de las bestias.
Dentro de. Fuera de.
En todas partes, su reflejo. O su sombra.
…………………………………………………...
La fachada del tiempo.
Sus instituciones.
Maniquíes, algoritmos y rutinas.
Dentro de. Fuera de.
Todas estas bestias. Todas.

VIII

Y la ciudad no concilia el sueño. Y sus reflectores, sus proyectiles, sus verticales luminarias me queman los párpados. Y andamos sin rumbo, develando las sombras de antenas y torres, el grito salvaje de alarmas moradas, las costillas partidas de un pulmón de argamasa, de ladrillos sulfúricos. Allí donde vamos. No sé. Allí donde vengo, me duele. Doliendo y saltando, de vuelta en cornisas, paneles de óxido, trepando el ardor en las manos, el viento cerrado en el pecho y la frente dorada, persiguiendo el asfalto y las vigas, y los trenes alados. Jazmines y barcos prendiéndose fuego – atrás ya no hay nada – el martillo del tiempo ha quebrado las huellas, el mar del espejo, las armas descansan en islas desiertas, las guerras se ganan, se pierden, los peces se ahogan, la orilla declina, se invierten los polos, los ojos se nublan, las bocas… las víctimas trazan el mapa; las nuevas propiedades del mundo.

(bis)

Dejar pasar el tiempo. Como si eso fuera bajo alguna circunstancia practicable. Más bien. Como si hubiera la menor perspectiva de hacerlo por la fuerza de la propia voluntad, ejerciendo algún misterioso derecho o insólita soberanía. Es, simplemente, imposible, ya que a su vez, por lo tanto, procede inevitable. No puede hacerse, por cuanto se hace solo, a sí mismo el tiempo se deja pasar, sin la mínima intervención nuestra, o siquiera mediando un plebiscito u opinión al respecto de esta propiedad. Incluso con desdén, con un gesto de omnipotencia que radica y se consume en el punto en que esto naturalmente sucede, a expensas de cualquier disposición en contrario que esbozáramos a modo de vana resistencia o capricho. Y depositados en esta tautología, arrojados al espanto de no poder ser partícipes de la definición de las categorías de acuerdo a las cuales se despliega el plano del dolor y de la alegría, del sexo atómico y de los muebles quietos en los sótanos, de los pájaros que trazan el horizonte y de los cables que pulsan el teléfono, aquí dentro de un juego de espejos donde el infinito existe por la mera ingenuidad de que no sería categórico afirmar lo contrario, y entonces el reflejo nos devuelve la idea de que pronto podremos ser otro reflejo, y otro, hasta que las instancias ofrezcan tal superposición que el tiempo nos atravesará con una línea de espacio metálico, o dos flores de invierno clavadas, y ya veremos el susto, sí, la médula dispersa de la blanda noción de existencia, tan fluvial, sísmica, derrotada, que no será menos que una suerte de aparición sucediendo a la deriva.

lunes

Desiertos


I

En el peor mundo,
tu cabeza.
A veces pareciera que esta hoja aquí de frente me atraviesa,
sin siquiera yo acercarme.
Que soy blando como el aire o soy el aire,
y que a lo único que tiendo es a persistir en disiparme.

II

Imperfecto,
roto,
fláccido y hambriento,
son los adjetivos para esta forma ausente;
orden insoluble, vacío vertical,
columna sin cabeza, espíritu blanco allí donde he creado/han creado,
este cuerpo que no es otro más que
aquel cuerpo enemigo.
Imperfecto,
roto,
fláccido y hambriento;
a pesar de los esfuerzos, de la sangre hecha de tiempo, de cada cosa que permanece atragantada y permanecerá.

III

A la 1:11,
fiel a tu forma y figura,
cifrado en mi espejo,
tenaz confidente,
junto a ti, mi silencio,
tus manos en mis dedos,
(mis dedos en tus manos),
no habrás de claudicar,
porque aquí estoy,
cifrado en tu espejo,
fiel a mi forma y figura,
junto a mí, tu silencio,
a la 1:11,
yo he escrito este poema.

IV

¿Cómo recuperarte? Ayer, sí, ayer. Creí verte en un rayo de sol.
No. Perdón. Los perros te ladraban.
Qué gramática la mía. La de no poder decir que sí sin repetir. Sí.
Te he visto. Sí. ¿Cómo ser como un perro, cómo?

V

A fin de cuentas,
se fueron los hijos,
los padres,
ayer, mañana, fueron, serán,
persianas cerradas, pupilas de cal,
y detrás de la escena, allí,
lo recto y definitivo, el espejo rotundo,
el maravilloso desfile de sodio y de calcio;
hasta siempre se han ido,
los padres,
los hijos,
nosotros, ustedes,
las velas no arden,
no pueden las manos,
tijeras y vendas,
la voz que se apaga,
el tiempo presente,
pasado,
futuro,
he dicho,
diré,
lo mismo,
se ha ido,
o se irá.

VI

Un rastrillo.
Una tijera. Cortando melodramáticas huellas de cal.
Un rompecabezas. Las piezas. Cabezas.
Un yunque. Compruebo el metal. Febril picaporte.
Detrás ya no hay nadie.
Un grito histérico. Un sombrero de paja.
Temo aún por el correr de las horas. Los ojos vendados.
Un microondas. Un cielo raso. Un pájaro inmóvil.
Reloj cenicero. Adiós cenicienta.
Un balcón que se agacha en la sombra. La mosca infinita.
Un corpiño de encaje. Aquí y allá las paredes. El aire en el medio.
No deviene no sangra no creo que el sol. Ya debería haber, pienso.
Dos salas de espera donde esperan las manos la estaca.
De nuevo un rastrillo.
Una tijera. La astilla del tiempo clavada en el hueso.
Compruebo el metal. Otra vez ya no hay nadie.
Quisiera escuchar al menos como crecen los años.
Silencio de radio, me dicen.
Quisiera un megáfono.

VII

Qué soledad cuánta
porquería plástica congregación pegajosa
de techo inmune, piel de erizo, dentífrico sobrante,
quietud de anteojo nuevo, atún que nunca dije me gustara
y bandoneón de esquina antigua trepándose a relojes;
a la vez que este exceso de retina viscosa sobre estantes, mesas,
cómodas con pelos, criterios de hojalata, huevos de mosquito y tornillos
arrastrándose entre lunes martes miércoles azules y de humo
por los codos, por las lenguas de aserrín y alcantarillas
en las sienes mueren topos y los dedos fatigados de agitarse el cerebro
en la perinola de la almohada y el guiso de noticias y
culebras de Rumania por las medias.
Qué soledad tanta la mía como aquella del vecino mucho gusto
de la dulce sueños madre mía, hermano tuyo y donde quiera
que adolecen las rodillas y el microondas de gemidos pararrayos vacas vivas carne joven al momento que arrecian perchas negras como flechas de tormenta,
y estimados señores y señoras del consorcio me remito a la evidencia,
a su disposición péndulos curvas y rectas y modales ya no existo
de tanta soledad qué porquería.

jueves

Medusa

Trajo su cuenco de espuma y navajas,
sus manos sonrientes como orquídeas y arpones,
el vuelo del pájaro negro pintado en la boca,
las mínimas uñas vestidas de rojo y sus alas violetas,
una turba indomable de especies monstruosas,
de tijeras que soltaban un perro tras otro y la rabia,
los días ahorcados en su escote de leche amarilla,
el sexo amputado como los ojos de un sótano,
la desnudez que eyaculó – raquítica y macabra –
la fiebre, el dentífrico y su orfandad sobre las horas.