Es sábado. Tal vez no. Y resulta que
me he extraviado. En algún vértice de segundos y rincones azules, de espasmos
musculares y anillos de ultramar. Entre el jueves, la autopista hacia el norte
y las equívocas instituciones de los relojes, la métrica de los símbolos, las riberas
de la infancia y las máquinas de cal. Alguna vez, las orillas repletas de
balbuceos aterciopelados y los dedos sangrando como amantes, bestias resplandecientes
y campos de amapolas incendiadas, certeros disparos de placer en el fondo de la
carne, sopa humeante, sólo huesos recostándose en mis huesos como un cuerpo atravesado
sin fronteras. Sábado. Probablemente. O domingo transitado por chaparrones que
marean y arcos de tabaco, puentes que establecen una construcción de contacto,
una insinuación de vasta arquitectura entre el vacío y la piel, anestesia y
hambre, por momentos satisfecho, y otras veces, como vidrio creciendo en la
retina de la boca, en el labio húmedo de los ojos que se acechan vaciándose el oxígeno,
en secreta simetría. Y quiero respirar, torcer el cauce de las luces y el
cemento, para luego verlos desbordar, llenarme el estómago de minutos como el
sol y de veredas sin contexto. Sábado. Es así. Seguramente. Me he perdido. En
un hueco oculto de la madrugada, detrás de toda cifra y algoritmo, sin ánimo de
atestiguar contra palabras un escenario pretendido, y digo
sábado de nuevo, martes, viernes, surco abierto y alas como párpados que
tiemblan, fruta dulce madurando bajo sombras peculiares, tensión líquida de
goces silenciosos. Repito. Sábado. O todas las sonrisas que le siguen.
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