Otra costumbre recurrente que sin miramiento
alguno suele asediar la sucesión de horas, días, lugares, nombres, objetos y
arquetipos que trazan las formas de este precipitado devenir es, sin duda, la desaparición. En cualquier caso, de un momento a otro, vagamente,
eso/esto/aquello está aquí, y luego no. Sería tautológico aplicar la expresión:
¿así, de repente?, o ¿cómo si nada, ayer A, hoy –A? Por supuesto, la principal propiedad
del rito de la desaparición es
consumarse sin mediación, sin un estricto proceso más que el propio hecho de
suceder, o en tal caso, haber sucedido. La sustancia que ya no lo es. El rostro
que abandona el rostro. La unidad alguna vez incorporada como permanente,
conocida en profundidad, amada y rebalsada, pasa a ser, o mejor dicho, deja de
ser, a fin de simular un silencio vacante, un hueco en el río de una sombra, un
exilio de nociones familiares, tactos, envases, y restos de aire derramándose
por la borda.
Ha desaparecido. No cambió. No huyó
ni se ha perdido, marchitado, adulterado. Es así. No hay vuelta que darle. De
todos modos, me permito introducir cierto matiz en el carácter drástico de este
fenómeno: doy cuenta de que es posible notar, en algún punto previo de la
línea, allí donde el registro se agudiza y el hilo se tensa, la diáspora en la
que comenzaron a difuminarse los bordes, el repliegue de los contornos hacia el
blanco de la nada, hacia una turbia visión de aquello que dejaría de arremeter
con su presencia, con su cauce de bólido insistente, rojo y aéreo, para ya no
estar, para prestarse íntegro a la costumbre, amamantarse en el pecho del abandono,
dormir en el silente espectro de los recuerdos y bajo el vapor de la nostalgia.
Claro que sí, para desaparecer, y seguir haciéndolo y haciéndolo y haciéndolo.
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