Para empezar, es común enamorarse. O
bien, suponer estarlo, intuirlo, tal vez ser partícipe de un sutil
encantamiento… Dejando de lado caprichos semánticos: un evento de naturaleza
ordinaria. Proclive a suceder en un tren andando, sobre una cadena montañosa
cubierta de nieve y lunas llenas, dentro de un salón de máscaras y aires
acondicionados, o en una terraza a cielo abierto por donde se derramará el
verano; de todos modos, un acontecimiento propenso a reproducirse en vigilias de
ultratumba, en amaneceres rayados por el sol y la victoria, detrás de persianas
que se abren y se cierran, en un cruce de autopistas y estaciones de servicio,
en la espuma del café que ha rebalsado y nos reímos, nos miramos, y hasta en cajas
de zapatos, por qué no. Un hecho trivial, por supuesto, saturado de rutina,
cigarrillos, crepúsculos y lenguas amordazadas, multiplicándose durante los
siglos de los siglos, de las caras y las manos, con los dedos entrelazados,
bajo el perfume de una melodía y sus recuerdos impermeables, desde las bocas que
tienden a suplirse, y más allá del fuego de arquetipos. Un evento recurrente en
el rubor de las mejillas, en el ritmo de las panzas, en las caderas acuosas del
amante, en la marea atizada por el fervor de lo inconcluso, de lo que tenderá a
su falta o complemento; por cierto, esa fruta brillante en los dientes que
apuntan al cuello, en las miradas que huyen por los párpados, resbalan por los
brazos y luego caen al suelo. No procede
ninguna novedad, desacato o rebelión, en aquella búsqueda atávica de incendiar
los pies junto a los pies, de trabar la puerta y quemar suspiros. Simplemente,
ha de instaurarse como una sucesión de coincidencias que suelen derivar de la
persistencia por nacer y morir; que así brota de la tierra y de los huesos, que
se refina desde modales, tramas y símbolos intrépidos, pero que, sin duda,
salta y escupe, infla los ojos, las narices, y rompe nuestras formas y colores,
para luego rearmar las estructuras, una y mil veces, olvidando algún detalle, o
agregando tres o cuatro, dándonos la oportunidad de encontrarnos sorprendidos,
conjugarnos como cándidos ejecutantes de una misión allí elevada, batallando
entre azoteas y panteones, comiéndonos las uñas, jugando a la escondida, al policía
y al ladrón, a la rayuela, convencidos de que hay leyes que están para
quebrarse, cavilaciones y heridas sobre guerras antiguas y cuerpos infinitos,
un pasaje al otro cielo, sonrisas nebulosas y lágrimas soleadas, que se apagan,
se prenden, pero siempre confundidos, sin saberlo así mareados, desnudos sobre
el cadalso de las sombras y las flores, insertos en el corazón de la paradoja: que
no hay salida, que nunca hubo, que no es un juego, pero es tan fácil.
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