viernes
jueves
Desapariciones acostumbradas
Otra costumbre recurrente que sin miramiento
alguno suele asediar la sucesión de horas, días, lugares, nombres, objetos y
arquetipos que trazan las formas de este precipitado devenir es, sin duda, la desaparición. En cualquier caso, de un momento a otro, vagamente,
eso/esto/aquello está aquí, y luego no. Sería tautológico aplicar la expresión:
¿así, de repente?, o ¿cómo si nada, ayer A, hoy –A? Por supuesto, la principal propiedad
del rito de la desaparición es
consumarse sin mediación, sin un estricto proceso más que el propio hecho de
suceder, o en tal caso, haber sucedido. La sustancia que ya no lo es. El rostro
que abandona el rostro. La unidad alguna vez incorporada como permanente,
conocida en profundidad, amada y rebalsada, pasa a ser, o mejor dicho, deja de
ser, a fin de simular un silencio vacante, un hueco en el río de una sombra, un
exilio de nociones familiares, tactos, envases, y restos de aire derramándose
por la borda.
Ha desaparecido. No cambió. No huyó
ni se ha perdido, marchitado, adulterado. Es así. No hay vuelta que darle. De
todos modos, me permito introducir cierto matiz en el carácter drástico de este
fenómeno: doy cuenta de que es posible notar, en algún punto previo de la
línea, allí donde el registro se agudiza y el hilo se tensa, la diáspora en la
que comenzaron a difuminarse los bordes, el repliegue de los contornos hacia el
blanco de la nada, hacia una turbia visión de aquello que dejaría de arremeter
con su presencia, con su cauce de bólido insistente, rojo y aéreo, para ya no
estar, para prestarse íntegro a la costumbre, amamantarse en el pecho del abandono,
dormir en el silente espectro de los recuerdos y bajo el vapor de la nostalgia.
Claro que sí, para desaparecer, y seguir haciéndolo y haciéndolo y haciéndolo.
domingo
Tal vez sábado
Es sábado. Tal vez no. Y resulta que
me he extraviado. En algún vértice de segundos y rincones azules, de espasmos
musculares y anillos de ultramar. Entre el jueves, la autopista hacia el norte
y las equívocas instituciones de los relojes, la métrica de los símbolos, las riberas
de la infancia y las máquinas de cal. Alguna vez, las orillas repletas de
balbuceos aterciopelados y los dedos sangrando como amantes, bestias resplandecientes
y campos de amapolas incendiadas, certeros disparos de placer en el fondo de la
carne, sopa humeante, sólo huesos recostándose en mis huesos como un cuerpo atravesado
sin fronteras. Sábado. Probablemente. O domingo transitado por chaparrones que
marean y arcos de tabaco, puentes que establecen una construcción de contacto,
una insinuación de vasta arquitectura entre el vacío y la piel, anestesia y
hambre, por momentos satisfecho, y otras veces, como vidrio creciendo en la
retina de la boca, en el labio húmedo de los ojos que se acechan vaciándose el oxígeno,
en secreta simetría. Y quiero respirar, torcer el cauce de las luces y el
cemento, para luego verlos desbordar, llenarme el estómago de minutos como el
sol y de veredas sin contexto. Sábado. Es así. Seguramente. Me he perdido. En
un hueco oculto de la madrugada, detrás de toda cifra y algoritmo, sin ánimo de
atestiguar contra palabras un escenario pretendido, y digo
sábado de nuevo, martes, viernes, surco abierto y alas como párpados que
tiemblan, fruta dulce madurando bajo sombras peculiares, tensión líquida de
goces silenciosos. Repito. Sábado. O todas las sonrisas que le siguen.
martes
El Otro
El otro. En cada hilo de voz que designa
y se repite, en cada fragmento de espacio repleto de íconos y sombras, en cada mineral,
periferia, sustancia, en cada partícula de tiempo, el otro. Dije alguna vez haber
visto allí el cuerpo enemigo, la imagen duplicada de aquello que no es, no está,
trama de ensueños y metales ardiendo, el lobo entre la niebla, los dientes de
fuego, el cliché, pero salvo cuando… y excepto… en el preciso momento del desdoble,
de la partición del oxígeno, el músculo y la luz… y de imprevisto, precipitándose,
la percepción anónima, el espectro de la propia ausencia proyectada, el otro… Con
frecuencia me he preguntado, también, sin alcanzar una respuesta irreductible,
si el límite no es acaso tan sólo aparente. Si el confín de la forma es tal, y
luego le sobreviene la forma siguiente, consecuente en color, favorable en definición
y estructura, sobre un punto dado, en un instante específico; o tal vez, por el
contrario, los puntos se cierran sobre ellos mismos, la parte iguala al todo, los
instantes se pliegan y repliegan, se resume la trama de la noción y la acción,
y allí donde se presumía una frontera, un quiebre hacia… un contacto con… reside,
verdaderamente, la perpetua unión de representación y figura, de esto y
aquello, del espejo y su fantasma, de la carne y su herida, de un rostro en pausa
y su eterna contemplación… por qué no, también, de quien escribe y el otro.
jueves
De coincidencias y costumbres
Para empezar, es común enamorarse. O
bien, suponer estarlo, intuirlo, tal vez ser partícipe de un sutil
encantamiento… Dejando de lado caprichos semánticos: un evento de naturaleza
ordinaria. Proclive a suceder en un tren andando, sobre una cadena montañosa
cubierta de nieve y lunas llenas, dentro de un salón de máscaras y aires
acondicionados, o en una terraza a cielo abierto por donde se derramará el
verano; de todos modos, un acontecimiento propenso a reproducirse en vigilias de
ultratumba, en amaneceres rayados por el sol y la victoria, detrás de persianas
que se abren y se cierran, en un cruce de autopistas y estaciones de servicio,
en la espuma del café que ha rebalsado y nos reímos, nos miramos, y hasta en cajas
de zapatos, por qué no. Un hecho trivial, por supuesto, saturado de rutina,
cigarrillos, crepúsculos y lenguas amordazadas, multiplicándose durante los
siglos de los siglos, de las caras y las manos, con los dedos entrelazados,
bajo el perfume de una melodía y sus recuerdos impermeables, desde las bocas que
tienden a suplirse, y más allá del fuego de arquetipos. Un evento recurrente en
el rubor de las mejillas, en el ritmo de las panzas, en las caderas acuosas del
amante, en la marea atizada por el fervor de lo inconcluso, de lo que tenderá a
su falta o complemento; por cierto, esa fruta brillante en los dientes que
apuntan al cuello, en las miradas que huyen por los párpados, resbalan por los
brazos y luego caen al suelo. No procede
ninguna novedad, desacato o rebelión, en aquella búsqueda atávica de incendiar
los pies junto a los pies, de trabar la puerta y quemar suspiros. Simplemente,
ha de instaurarse como una sucesión de coincidencias que suelen derivar de la
persistencia por nacer y morir; que así brota de la tierra y de los huesos, que
se refina desde modales, tramas y símbolos intrépidos, pero que, sin duda,
salta y escupe, infla los ojos, las narices, y rompe nuestras formas y colores,
para luego rearmar las estructuras, una y mil veces, olvidando algún detalle, o
agregando tres o cuatro, dándonos la oportunidad de encontrarnos sorprendidos,
conjugarnos como cándidos ejecutantes de una misión allí elevada, batallando
entre azoteas y panteones, comiéndonos las uñas, jugando a la escondida, al policía
y al ladrón, a la rayuela, convencidos de que hay leyes que están para
quebrarse, cavilaciones y heridas sobre guerras antiguas y cuerpos infinitos,
un pasaje al otro cielo, sonrisas nebulosas y lágrimas soleadas, que se apagan,
se prenden, pero siempre confundidos, sin saberlo así mareados, desnudos sobre
el cadalso de las sombras y las flores, insertos en el corazón de la paradoja: que
no hay salida, que nunca hubo, que no es un juego, pero es tan fácil.
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