
Ayer
salí a correr,
a trotar,
en realidad,
mi
rodilla rota, más que nada,
solo
me deja caminar,
seamos
sinceros,
así
que intercalé zancadas lentas
con
otras más lentas,
y jadeando
con la boca seca,
perdiéndome
en una rueda
de músculos,
saliva, música
y
latidos de auricular,
bajé
por Pampa,
giré
en los bosques,
crucé
puentes,
esquivé
pozos,
pisé
mal,
no
me caí,
olí
la madera,
el
azul del barro,
la
ternura del pasto húmedo;
me
reconocí en espejos de otros rostros,
también
cansados, plenos,
llenos
de sed y agua salada,
impávidos
o lúcidos,
hermosos,
horribles,
dando
zancadas como yo,
extensas,
torpes, mejores y peores,
también
envueltos en esta rueda,
de motores
acuáticos y mirada distante;
salí
a correr, pero por momentos,
floté,
sentí ceder el peso,
la
presión de la gravedad,
sin
velocidad, sin destreza ni gracia,
de
todos modos, el aire me acoplaba
a su
elemento intangible, a su recreo liviano,
como
parte de algo que se recuerda,
una
pieza de un puzzle perdida en un placar
astillado,
en un pozo de arena,
lejos
en la infancia, en un túnel secreto;
el
cielo bajó gris y violeta,
encendiendo
torres gigantescas,
valles
de cemento,
troncos
de luz blanca en la memoria,
risas
actuales y pasadas,
trazos
de sueño,
gente
diminuta que mira tele,
que hace
un asado,
que
huele a carbón y a leña virgen
quemándose
por primera vez,
creciendo
de mi pecho agitado,
en
gotas que trepan los árboles
naranjas,
amarillos y negros;
el
circuito me cruza como un rayo fluorescente,
arrasa
con su aura de nostalgia,
pero
siembra su átomo, resplandece y celebra;
reverdece
caminos olvidados,
cierra
cuentas pendientes en la piel,
devuelve
el brillo de quienes ya no están.