mi vecino fuma en el balcón,
por supuesto, sin barbijo, no es que se lo baja,
asoma la boca, empina el cigarrillo y la tela le cuelga
de la barbilla,
simplemente fuma allí en el balcón,
de helechos y un banco rojo,
madera vieja y regaderas
que empuñan un abuelo y una abuela,
por supuesto, sin barbijo, no es que se lo baja,
asoma la boca, empina el cigarrillo y la tela le cuelga
de la barbilla,
simplemente fuma allí en el balcón,
de helechos y un banco rojo,
madera vieja y regaderas
que empuñan un abuelo y una abuela,
dos viejos buenos, puros, hacendosos,
de zapatos lentos y siempre abrigados,
de zapatos lentos y siempre abrigados,
cuando él se va para adentro,
para regar los helechos mustios,
para regar los helechos mustios,
el caucho del piso,
con sus manos arrugadas
y preciosas, de perdurabilidad
amorosa,
hoy vi salir al vecino,
sentarse en el banco rojo,
debajo el caucho seco, la ropa sucia,
y fumar al sol, mirando el cielo cerrado,
azul de baño público,
con su barbijo implantado,
corriéndolo en cada pitada,
centrándolo de nuevo,
como si nadie fuera a regar los helechos,
como si no hubiera que abrigarse,
sino alejar la piel, o esperar solo en la casa,
que los abuelos vuelvan,
que no se queden
allí donde se los llevaron,
plantados, mudos, permanentes,
que no los seque el sol de cuarentena.
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