viernes

Desaparición (en ocho pasos)

I

Ahora, recorto mis bordes, mi forma, aquí, me defino, pero sólo porque ya he desaparecido, y este hueco que queda es mi nombre...

II

Ya no hay nada. Nada que decir, hacer, nada donde ir, gritar, morir. Nada está aquí, allá, adentro, o afuera. Nada despierta, duerme, suscita el clamor salvaje, la cosa misma, la sangre del sueño, y nada más que el hueco azul y negro, el agujero incierto, el Incendio blanco, no soy aquí, ni allá, ahora, nunca más, nada hay, no ya.

III

La casa sobraba. Le cabían cualquier cantidad de espacios vacíos. Dos gatos negros. El sin fin del océano abriendo ventanas. Mil peces dentro de una sonrisa. Las mil y una noches. Las sombras y los ecos del acierto y del fallo. La luz de las blancas esferas que el sol colgaba en el techo. La inmensidad de planetas. Le cabían los dioses, los monstruos, la sangría de los cuerpos y el Minotauro de plomo; la costilla partida y la lengua de Eva. La casa sobraba. Nosotros faltábamos. Todas las horas. Todos los rincones. Faltábamos.

IV

El incendio creció del Sur, de la tierra del corazón, embistió como un cuerno de fuego contra las formas, los moldes, contra el yeso blando de las estructuras…
Y ahora, iremos saltando por los techos, a buscar nuevos hogares, llenar cuartos vacíos; a través de estas horas desiertas, con el espanto en la boca y la fiebre en los dedos.

V

Y la luz partió la sombra de un suspiro. Como la ciudad quiebra el espacio, entre el suspiro y la luz. Allí mi sombra...

VI

La deficiencia del tiempo para no quedarse aquí, para no ceder las horas, los minutos, los segundos a la buena voluntad, al afán por el objeto infinito, heterotópico, donde nada es aquí, nada es ahora; tampoco allí, tampoco mañana. Como en el preciso instante antes de dormirse, la señora mayor a instancias de Borges, sobre espacios de Bradbury, bajo ritmos de Gilmour, en el lienzo de Pollock y acelerando las crónicas de todos los planetas que giran a todas las luces todas las alarmas sonando y las celebraciones en la fiebre del aire y los años nuevos vencidos por venir y el amor en los pulmones de las frutas, las rodillas que brotan de la tierra , las narices colgando de los besos y las orejas verdes azules las olas y los estallidos en los vientres, la vuelta a la calesita, a la casa, la radio encendida en un portafolio puntual las manos del padre bien abiertos los ojos de la madre, todo junto, se enchufa, se rompe, se cae, salta, patalea el trueno, el embrión, los aeropuertos partidos por un rayo en una lágrima y el tiempo que no se queda aquí, ni allá, más bien informa, notifica, su tragedia, su pasaporte invencible hacia la piedra en la piedra.

VII

No existe mecanismo para librarse de las bestias.
Dentro de. Fuera de.
En todas partes, su reflejo. O su sombra.
…………………………………………………...
La fachada del tiempo.
Sus instituciones.
Maniquíes, algoritmos y rutinas.
Dentro de. Fuera de.
Todas estas bestias. Todas.

VIII

Y la ciudad no concilia el sueño. Y sus reflectores, sus proyectiles, sus verticales luminarias me queman los párpados. Y andamos sin rumbo, develando las sombras de antenas y torres, el grito salvaje de alarmas moradas, las costillas partidas de un pulmón de argamasa, de ladrillos sulfúricos. Allí donde vamos. No sé. Allí donde vengo, me duele. Doliendo y saltando, de vuelta en cornisas, paneles de óxido, trepando el ardor en las manos, el viento cerrado en el pecho y la frente dorada, persiguiendo el asfalto y las vigas, y los trenes alados. Jazmines y barcos prendiéndose fuego – atrás ya no hay nada – el martillo del tiempo ha quebrado las huellas, el mar del espejo, las armas descansan en islas desiertas, las guerras se ganan, se pierden, los peces se ahogan, la orilla declina, se invierten los polos, los ojos se nublan, las bocas… las víctimas trazan el mapa; las nuevas propiedades del mundo.

(bis)

Dejar pasar el tiempo. Como si eso fuera bajo alguna circunstancia practicable. Más bien. Como si hubiera la menor perspectiva de hacerlo por la fuerza de la propia voluntad, ejerciendo algún misterioso derecho o insólita soberanía. Es, simplemente, imposible, ya que a su vez, por lo tanto, procede inevitable. No puede hacerse, por cuanto se hace solo, a sí mismo el tiempo se deja pasar, sin la mínima intervención nuestra, o siquiera mediando un plebiscito u opinión al respecto de esta propiedad. Incluso con desdén, con un gesto de omnipotencia que radica y se consume en el punto en que esto naturalmente sucede, a expensas de cualquier disposición en contrario que esbozáramos a modo de vana resistencia o capricho. Y depositados en esta tautología, arrojados al espanto de no poder ser partícipes de la definición de las categorías de acuerdo a las cuales se despliega el plano del dolor y de la alegría, del sexo atómico y de los muebles quietos en los sótanos, de los pájaros que trazan el horizonte y de los cables que pulsan el teléfono, aquí dentro de un juego de espejos donde el infinito existe por la mera ingenuidad de que no sería categórico afirmar lo contrario, y entonces el reflejo nos devuelve la idea de que pronto podremos ser otro reflejo, y otro, hasta que las instancias ofrezcan tal superposición que el tiempo nos atravesará con una línea de espacio metálico, o dos flores de invierno clavadas, y ya veremos el susto, sí, la médula dispersa de la blanda noción de existencia, tan fluvial, sísmica, derrotada, que no será menos que una suerte de aparición sucediendo a la deriva.

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