miércoles

La máquina verde


Allí estaba. Inamovible. Por persistir en la equivalencia. En el juego de espejos de un día contra el otro. Aunque se constituyan yendo, más bien, en este caso, rebotaban.

Porque hubo de recalar entre mis manos, y yo con los ojos bien abiertos. Absorto en el intervalo que pareció satisfacer, gracias a su avenencia y magistral sentido de oportunidad, la demora de una instancia a merced de vendas y mordazas; las advertencias de supuestos amigos y parientes no fueron más que una comparsa de murmullos apagándose lejos, detrás de la escena.

Demasiado metálico, verde mineral, compacto e infalible como un clavo puesto en la cabeza. Y mis manos, en su afán de estar a la altura de las circunstancias, hurgaron en cifras y estantes, escaparates y observaciones que alguna vez hice al pasar. No tuve entonces más alternativa que aferrarme al anhelo de posesión. Dentro de la burbuja que, dentro de la pecera, persistía en ahogarse en una hoja de papel (y luego en otra burbuja, dentro de otra pecera). Pronto se revelaría como falso el objeto de una aberración de la inteligencia que arremetió a fuerza de palabrerío y elucubraciones contra el eje de mi propio desatino.

Cobijado por el sigilo de cada rincón que amenazaba con perderse, me rayó el aire del desamparo. Fui acercándome despacio, buscando entrometerme en su mecanismo de líneas y espacios, vacío y virgen, como todo aquello que se encuentra de frente con la infinita métrica de un hallazgo. Así, me ocupé de susurrarle combinaciones propias de las piedras y las flores, que vertía por la yema de los dedos dentro del universo de palancas y rodillos. Mejor dicho, dentro del agujero negro que, por casualidad (más tarde sabría que allí subsistía un propósito), suponía conciliaba cada elemento particular con su par en simetría, y a toda la cosa conmigo.

El abandono. El cactus en el centro del galpón. Sustituido por la intrusión monstruosa de la jerarquía en el despacho. Debajo de la mesa, ya sin manos, la superficie compartida, y allí donde las cajas, los diarios, las sobras. No obstante, un preludio.

El traslado no tuvo sentido. Tampoco el porvenir de fondo de armario, de centinela detrás de sombras abriéndose y cerrándose y abriéndose; y las toallas limpias, los pelos en las toallas, las manchas de humedad y la ilusión de que al menos durante unos días, todo estaba en su sitio. Que todo, aunque anónimo, pertenece.

Ni siquiera en mi mejor intento, podría haber superado la eficiencia de sus acciones. A saber, el armazón de recursos a su disposición, embrague de espacios, controles multicopias, interruptores, selectores de interlínea y prensa papel, de amable manera, definieron la composición de referencias del entorno erguido en la quietud de su esplendor. Reducido a carácter de testigo, ofrecía los rituales como un intruso designado transitoriamente a tales efectos.  Del otro lado, aquel ídolo omnisciente y enorme, que sujetaba la textura gris del espacio y el tiempo, bajo inmutables ademanes.

No que haya sido ideada para aquellos propósitos. Tampoco que alguien hubiera plantado un control a distancia en antenas y televisores, o acaso en mis rodillas. De ninguna manera. Sin embargo, hubo momentos, incipientes destellos que iluminaron la voluntad primaria de poseerla. La misma lanza de dedos y artificios que arrojé durante el primer contacto con su escenografía, cuando rodillos y palancas se tensaron como arcos de combate.

Mis palabras fueron todo lo que pude. Pero nunca aquello necesario y suficiente para que se activasen las alarmas y rodaran los sistemas. Al contrario. Ahora, sin dudas en los cajones bajo llave, en bollos de papel, o de tinta en tachos de basura y tazas de café, reconozco que la detonación en falso de mis labios y mis dedos acertó con el objeto de protegerme. Porque mis labores no son los hechizos de hueso, de ojos en la nuca. Menos que menos, allí donde sólo hay tablas para monolitos verdes y metálicos.

En su liturgia. La reina. Tipógrafa de cuanto no se pronuncia sobre mis lugares comunes y secretos. De la vergüenza que duele como infancia y trompadas en la panza, de miedo indecible. Ella, tecla, barra espaciadora, tecla. Para que, de todos modos, no pase inadvertido. Supongo que por los invisibles. Por quienes observan y oyen tan pero tan de cerca que, aquí adentro o allí afuera, son el ruido de su engranaje, rodillo y marginador, que conozco y se confunden, noche y día, con el silbido de un verdugo.

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