Difícil es determinar qué fue
primero. Si el encierro o el desalojo. Lo que ciertamente se puede establecer
es que el acontecimiento que antevino a la sucesión de hechos desafortunados,
de los cuales sin duda alguna me arrepiento, menos por culpa que por
incomodidad, fue la visita de la señora Rosa del tercero B.
Que las moscas, que algo cayó por la
ventana hasta su patio de papagayos y conejos, que el vapor sombrío y espeso
impregnando los espacios públicos del edificio, que los alborotos nocturnos,
las pesadillas exóticas e impropias, los sobres acumulados bajo el felpudo junto
a la puerta de mi departamento. Tantas cosas apenas nominadas.
Y así fue. Una tarde que se insinuaba
impávida como cualquier otra, mientras trazaba líneas de tiza sobre mapas
lejanos, planeando el escape, la trayectoria correcta hacia donde aquél no
pudiera seguirme, la señora Rosa, animosa vecina del tercero B, vino a
visitarme. Así lo definió, como una mera visita, empleando esa expresión tan habitual
como gentil, que no hace otra cosa que encubrir el verdadero propósito de
preparar el campo para la invasión y la conquista.
No debería haber abierto la puerta, girado
el picaporte, previamente dado vueltas a la llave. Nada de eso. Dije que me
arrepentía, y así es. De esta apertura a la que me condicionó sin reparos la
buena educación de mi madre. “Nunca niegues la entrada a las visitas, menos que
menos a las señoras de su casa, suelen ser las primeras a la hora de las
suspicacias y los chismes”. Tan claro el mensaje, cómo evitarlo.
Y allí estaba Rosa.
–Buenas tardes, Rosa. ¿Cómo está?
–Buenas tardes. Gracias, desde luego,
por recibirme –exclamó con su mirada inquiriendo cada recoveco de la sala que
podía alcanzar desde su posición –. Aquí tiene un pastel. No vaya a pensar que
es la sobra del almuerzo de Fausto y Arándano, pero qué lindos mis conejos. Es
especial para usted, sí, claro, ansiaba esta visita –dijo al tiempo que acercaba
el pedazo de masa símil chicle hasta casi darse con la punta de mi nariz.
–Bueno, sí, sí. No tenía por qué,
nada de esto. Tampoco lo otro, pero gracias. Dígame, ¿en qué puedo ayudarla?
–repliqué, mientras despachaba el pastel de chicle para posarse sobre la mesa
como un florero usado y sin flores.
–Mire –dijo. Y balbuceó más o menos
quince minutos acerca del estado del tiempo, de las recetas de otra señora de
otro piso tercero contra frente de otro edificio, de algunos gustos por
ejemplares onerosos de conejos asiáticos, de las inminentes elecciones para diputados
y senadores, y al final, cuando en realidad por primera vez en todo ese lapso de
palabras alcancé a entender con detalle de qué estaba hablando, dio nombre a
las moscas, los vahos inciertos, las almohadillas de cartas en los palieres, la
perturbación ruidosa en las madrugadas y a las pesadillas sucesivas y ajenas a
sus circunstancias y preocupaciones en ese momento, como si de otro vinieran a fastidiarla.
Mi consabida estricta educación para las relaciones sociales no me permitió faltar a la verdad. Menester
necesario y fundamental a fin de la conservación de aquél en su sitio y
profesión. Sin embargo, a veces, y a veces estas veces son muchas veces, los
buenos modales requieren de omisiones universalmente entendidas como piadosas
para que el aglomerado de los días y las calles funcione dentro de algún
ambiguo pero estable parámetro de normalidad.
–Rosa, sinceramente lamento las
molestias que pude haber ocasionado desde que me mudé a este departamento, ya
sea debido a cuestiones higiénicas, normas de convivencia o a incidencias de
otra naturaleza como las pesadillas a las que con extrañeza se refiere. Demás
decir que estoy dispuesto a solucionar cada una de estos inconvenientes, esperando
que tanto usted como el resto del consorcio me den el tiempo necesario para
darle punto final al proyecto que estoy llevando adelante minuciosamente desde
que noté que la consecuencia de ciertas actividades se extendían más allá de mi
departamento.
La señora Rosa vaciló unos instantes
antes de responder. Sus facciones fueron embestidas por el desconcierto, y todo
aquello que de su rostro se desprendía como amable hace unos minutos, no era
ahora más que inquietud y desagrado. También el tono de su voz y sus palabras
al responder denotaron la estupefacción a la que se encontraba sometida. No era
difícil adivinar que esperaba una respuesta más concreta, la especificación de
un problema doméstico y la solución posible. Algo como: “Disculpe, pronto me
encargaré de reparar los caños de la calefacción y de pasear al perro en el
horario que corresponde”. Pero la mentira no era una opción, y mi respuesta fue
apabullante.
–Mire –dijo. Al parecer ésta era su
muletilla. Como si fuera yo el que no estuviera mirando atentamente. A mi
alrededor. Por la boca del pasillo. Entre los portarretratos y hasta debajo de la mesa –. No sé a qué se
refiere con “ciertas actividades” o “punto final de su proyecto”, pero aquí lo
que importa es la salud física, psicológica y el bien estar de todos nosotros,
los vecinos. Le pido encarecidamente que sea lo que sea que tenga que hacer, lo
haga de hoy para el fin de semana. De lo contrario, no quedará más remedio que
la fuerza pública y el desalojo…
Otra vez el balbuceo y ya no oía nada.
Cuando uno está entre la espada y la pared, como suele decirse, el miedo se
escabulle como un pájaro al que le han quitado la jaula. Los últimos meses, aquél
y la difusión de pesadillas, las dietas, sus tórridos caprichos y la reducción
de mis quehaceres a la manutención de los suyos, la propia vocación sustituida
en forma y figura por aquello que adiestramos y a la vez nos adiestra sin
clemencia, urgente, definitivo, subyugándonos de tal forma que incluso un
preciso sistema de premios y castigos puede alcanzar a comportarse como un
régimen de felicidad. Todo esto y algunas otras cuestiones. Sólo existía margen
para la especulación de tiempos y espacios, pero no disponía de la menor posibilidad
de remisión.
El oxígeno que se detuvo, los
espasmos y los ojos fuera de órbita no fueron resultado de mis manos sobre
materia alguna. Tal vez, intuyo, hubiera obrado de la misma forma. Luego de
tanto tiempo, si así puedo llamarlo, éramos como el mismo. Sin embargo, esta
vez, toda la muerte de la señora Rosa era responsabilidad de aquél. El
pastelito de chicle había desaparecido. Los ruidos provenían de la cocina. Los
dientes y la saliva estirándose, o aquello que fuera, dentro y rodeando la masa
rosa, luego poseyéndola y así. Me detuve en el umbral a contemplarlo. No podía
enojarme, no podía hacer nada que no fuera sentarme a su lado, rodearlo con mis brazos, rezar un padrenuestro y mirarlo a los ojos como si fuera el espejo de un
cuarto en tinieblas un día de luna llena.
La conversación no se alargó más de
cinco minutos. Los mapas fueron a la basura y las tizas se arrojaron por la
ventana. La heladera quedó vacía. La ropa en llamas fue haciéndose ceniza con
el apuro correspondiente a los incendios. También los muebles tomaron parte en
el ritual de volver a lo que nunca fueron mientras tuvieron nombre. Quien me
conoce sabe que intenté cuidarlo, velar por su inocencia, y que por momentos lo
logré. Premios y castigos, sí, soledades hechas noche y día, pero fuimos felices
en el menester de ingeniar monstruosidades para ensoñaciones ajenas y comerciar
moscas con las estaciones de la miel. No quiso nunca responder las cartas de
mamá, aunque mantuvimos el orden suficiente para que las fechas fueran montañas
perfectas en continentes de barro y pelusa. También soleamos las paredes, pintamos
patas para caminar con los ojos y agrandar las escuadras de las cajas y los
espacios. Procuré entender cada centímetro y ejercitar la paciencia y el oficio
del contacto con la más fraterna naturaleza. Pero el mundo ya no era el sigilo
de la cartografía. La señora Rosa y posteriormente otras señoras y luego todos
los vecinos. La verosimilitud de los terceros no era admisible.
Por eso, la despedida no dejó duda
alguna de que habíamos obrado bien. No merecimos lágrimas desconsoladas ni tampoco indiferencia, más bien el hueso de lo que ha permanecido unido. Un saludo,
un gruñido, un poco de hambre y allí fue. Como otras cosas indigestas. Luego de
una siesta que interrumpieron las alarmas y las sirenas, el entorno volviéndose
contorno, y la luminosidad marginal de la hora del té, creo que un jueves o un
viernes, logré colocarme, entre espátulas y ejes equilibrados, dentro de la
bóveda que dentro de la caja no entraba nadie ya. Sólo el encierro y la
posibilidad de que algún próximo inquilino me tome por lo que he sido,
probablemente mucho tiempo después del desalojo. Así como yo hice con aquél.
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